Por MARCELO MUÑOZ*
“El holocausto asiático” es el título del libro de Laurence Rees, en el que detalla con infinidad de datos el porqué de ese título tan sorprendente y siniestro.
El pasado mes de abril hemos conmemorado, en Europa, el “final” de la II Guerra Mundial, con austeridad por la pandemia de COVID-19, pero con toda la solemnidad posible por parte de los líderes europeos y los medios, como un hecho de evidente relevancia histórica; y lo es, sin duda.
Pero en esta época en que tenemos que defendernos tan frecuentemente de las medias verdades, de las tergiversaciones de la historia, conviene matizar este acontecimiento: en abril de 2020 se cumplieron 75 años de la derrota de Hitler y del “final de la II Guerra Mundial en Europa”. Sin embargo, la II Guerra Mundial acabó en septiembre del mismo año, es decir, 5 meses después, período en el que todavía hubo millones de víctimas, dos bombas atómicas y cerca de 20 países (con el triple de población que toda Europa) siguieron sufriendo las consecuencias dramáticas de esa guerra, que también tuvo orígenes y desarrollo en Asia.
El final real de la II Guerra Mundial se produjo el 2 de septiembre, con la rendición de Japón y la firma de paz de Estados Unidos, China, la Unión Soviética, el Reino Unido, entre otros países.
Los europeos caemos con frecuencia en un error: juzgar los acontecimientos desde nuestra visión eurocéntrica, como si fuéramos el centro del mundo. Así, hemos convertido la II Guerra Mundial en una guerra europea u occidental; y, sin embargo, la llamamos mundial, porque lo fue en realidad, con su dramática repercusión tanto en Europa como quizá mayor en Asia, como lo muestran las cifras.
El número total de víctimas mortales, militares y civiles, según diversas y dispares estimaciones, pudo llegar, en los cálculos más bajos, a los 75-80 millones, es decir, aproximadamente el 3 % de la población mundial de entonces; también aproximadamente la mitad en Asia y la mitad en Europa. El país más castigado fue China, con unos 20 millones de muertos, no solo por la ferocidad de los ataques japoneses, sino porque la agresión a China por parte de Japón se desarrolló en diversas etapas, no únicamente de 1931 a 1945, pues Japón colonizó la isla china de Taiwan desde 1895 en la primera guerra chino-japonesa, y toda Corea desde 1910.
Algunos analistas hablan de un holocausto asiático, como comprobamos en el libro de Rees, por los crímenes de guerra tales como masacres, asesinatos masivos, utilización de armas biológicas, experimentos en humanos, entre muchos otros.
Algunos ejemplos especialmente criminales:
-El tristemente célebre escuadrón 731, con unas 30 especialidades de experimentación en humanos, para desarrollar armas químicas y bacteriológicas, que produjo alrededor de 200.000 víctimas.
-La política de los “tres totales” (matar a todos, saquear todo, quemar todo), practicada en territorios invadidos, clara expresión de holocausto.
-La masacre de Nanjing con cerca de 250.000 asesinatos –muchas de las mujeres previamente violadas– en poco más de una semana, o la de Changjiao –30.000 civiles masacrados en tres días–, por mencionar solo dos.
-La utilización de armas químicas y bacteriológicas. El propio Gobierno japonés reconoció, en 1999, que podían haber quedado aún en todo el territorio chino unas 700.000 de estas armas, sin informar de su ubicación, ni neutralizarlas, ni indemnizar a los miles de víctimas que produjeron después de 1945.
-Más de 200.000 mujeres reclutadas, tanto en China como en Corea, como esclavas sexuales al servicio del ejército invasor.
Todo ello equivale para muchos analistas a un auténtico holocausto, con hasta 10 millones de asesinatos, sin contar con los millones de muertes por las hambrunas a consecuencia de la escasez y los saqueos, especialmente en Birmania, Bengala y diversas partes de China; los muertos en trabajos forzosos, como la construcción del “mítico” ferrocarril Tailandia-Birmania; los millones de adictos al opio, negocio controlado por el ejército japonés; y los 50 millones de desplazados o deportados.
Una larguísima lista de estudios, análisis y estadísticas, que podemos encontrar en cualquier bibliografía temática, avalan estos cálculos macabros; y, sin embargo, ha quedado muy silenciado y es muy desconocido para Occidente.
El Tribunal Penal Internacional para el Lejano Oriente, constituido por los vencedores, con predominio de Estados Unidos, excluyó de toda responsabilidad al emperador japonés y condenó como criminales de guerra de “clase A” solo a algunos altos mandos políticos y militares japoneses, con 11 penas de muerte ejecutadas y 16 cadenas perpetuas conmutadas antes de 1955.
Varios de estos criminales de guerra, junto a otros mil condenados como tales, están enterrados en el santuario sintoísta Yasukuni, donde se les rinden honores todos los años, junto con todas las “víctimas” japonesas de diferentes guerras. El mismo Tribunal Penal Internacional no juzgó a la mayoría de los responsables directos de esos crímenes y masacres, y excluyó expresamente de su jurisdicción, por acuerdos con los vencidos, a los responsables de los experimentos químicos con humanos, cuyos informes se incautaron, y a los centenares de miles de esclavas sexuales, y no investigó la mayor parte de los crímenes y matanzas.
La democracia liberal japonesa, impuesta por Estados Unidos al acabar la guerra, tiene pendiente un ejercicio mínimo de memoria histórica. No ha reconocido, ni ha pedido perdón –salvo muy en voz baja–, ni perseguido a los responsables, ni indemnizado a las víctimas. Nada comparable a la actitud de Alemania con los crímenes del nazismo.
Desde Occidente continuamente recordamos, analizamos e investigamos los crímenes nazis, reclamando indemnizaciones y compensaciones, y los describimos en cientos de películas, novelas y reportajes casi a diario. Pero silenciamos los crímenes del militarismo supremacista japonés aliado del nazismo, y conmemoramos el final de la II Guerra Mundial ignorando que también fue dramáticamente asiática. ¿Es porque los millones de víctimas asiáticas no son “nuestras”? ¿O porque hay diferentes categorías de víctimas? A las asiáticas casi las hemos borrado de nuestra historia, de nuestros libros de texto, nuestra literatura, nuestro cine, nuestra televisión. ¿Porque los victimarios son nuestros aliados o porque hemos entrelazado sus intereses económicos, tecnológicos y geopolíticos con los nuestros?
Me gustaría contribuir modestamente a superar esta injusticia histórica, a rendir homenaje a esos millones de víctimas asiáticas, que también contribuyeron a liberar al mundo de la barbarie nazi y de su gran aliado, el militarismo fascista japonés, porque ambos pusieron, por igual, sus garras o sus botas sobre el mundo, sobre esas dos grandes partes del mismo mundo –Oriente y Occidente– en la II Guerra “Mundial”, cuyo final deberíamos conmemorar cada 2 de septiembre.
*Marcelo Muñoz es presidente fundador de Cátedra China y decano de los empresarios españoles en China.
